lunes, mayo 12

Hogar, dulce y gélido, hogar

Aunque imaginará el lector la alegría que uno, sin duda, experimeta al estrenar una nueva morada, permítame que pase a describirle las, amenazadoramente, inquietantes características de nuestro nuevo hogar.

Ya desde el recodo del bosque que hay que girar para atisbar el recinto, covenientemente, escondido entre un bosque, casi impenetrable (sin duda para no molestar a los posibles vecinos, pese a que no vimos un alma en 100 kilómetros a la redonda), ya desde ese punto, decía, se pueden apreciar las torretas, no menos de 8 -me pareció contar en primera instancia- en donde hay apostados entre 3 y 5 soldados, permanentemente armados con fusiles de asalto, granadas y cuchillos, además de las ametralladoras instaladas en tales atalayas.






Para darle un toque más exótico, sin duda, todo el perímetro está rodeado por un foso de, al menos, 5 metros de longitud, cubierto de una mezcla de fango, hielo, y lo que me pareció algún resto humano calcinado, en lo que sin duda debió de ser una quimera fruto de mi fatigada mente o de mi falta de alimento (no ya sólido, sino, simplemente, comestible) mientras se prolongó nuestro periplo hasta, éste, nuestro destino final.

Con todo, puede que la visión que tuve de los restos humanos calcinados tenga algo de fundamento, pues al acercarnos a la valla, uno de los guardias nos advirtió, en el tono amablemente imperativo que caracteriza a nuestros soldados, que por nada del mundo tocáramos la verja, pues estaba electrificada. No pude, por menos, de emocionarme al comprobar cuán, sofisticadamente, avanzados estamos en nuestra amada patria soviética, y con qué celo piensa Stalin en nuevas formas de agasajarnos con métodos extremos que nos hagan sentir cada día más sumisos, ante sus nuevos planes quinquenales.

Noté, no obstante, algo inquietante en todas estas medidas de seguridad. Y es que a los pocos segundos de entar, caí en la cuenta de que todas estas defensas -las torretas, los guardias que las custodiaban, los perros mordiendo nuestras harapientas ropas para darnos la bienvenida, y así un sin fin de medidas que no mencionaré para no cansar al lector- apuntaban hacia dentro del recinto en lo que, un observador externo y no informado de las condiciones del lugar, podría calificar, erróneamente, como un campo de concentración. No me gustaría dejar de mencionar, para tranquilizar a esos posibles despistados, que el campamento se llamaba Iván El Terrible, rotundo nombre, que da un indicio de lo placentera que iba a ser nuestra vida allí.




Una vez dentro del recinto pudimos apreciar tres edificios bien diferenciados:
Uno de ellos, el mayor de los tres, era un complejo industrial, sede en la que nos informaron íbamos a desarrollar nuestra labor científica. Ana Anavovich y yo nos miramos pensando, ilusamente en ese momento, que, por fin, el Politburó (nuestro sapientísmo organo supremo de gobierno) había decidido darle al noble arte de la repostería el rango que se merecía. No tardaríamos, no obstante, en darnos de bruces, cual Hitler en el frente de Stalingrado, con la cruda realidad; pero en ese momento desconocíamos la amarga sorpresa, cual chocolate de tierra reseco y rancio (una de nuestras primeras especialidades) que nos deparaba el destino.







El segundo recinto, con todas la comodidades que uno pudiera imaginar, tales como saunas termales, proyecciones privadas de reportajes cinematográficos del KinoPravda, convenientemente manipulados para salvaguardar nuestra integridad física, peluquería especializada en el corte de pelo a lo Stalin, etc, etc. y que nosotros creímos, de forma totalmente inexcusable, que iba a ser para nuestro disfrute, resultó estar destinada a nuestros superiores. De hecho, fue la única y última vez que nos lo enseñaron; no por afán de crueldad, pese a las risas y mofas varias de los soldados, sino para que comprendiéramos cuán mimados estaban nuestros superiores en aras de poder así ejercer su mandato con brutales y renovadas fuerzas cada día.



Del mismo modo, y sin duda para mantener nuestros cinco sentidos alerta y así desempeñar nuestras funciones más eficazmente, nos llevaron a nuestro edificio. En realidad, llamarlo de tal modo sería exagerado por mi parte, aunque tampoco lo calificaría de "infecto y putrefacto barracón"
que fue el, afectuoso, nombre que Ana Anavovich le dio a nuestro nuevo hogar.

Una vez instalados dentro, y habiendo comprobado, efectivamente, que como suponíamos, las ratas campaban por allí a sus anchas pese al frío extremo, y los catres eran tan inapropiados para dormir que a veces uno prefería permanecer toda la noche de pie, en vela, vigilando la puerta (nunca se sabe con los nuevos vecinos), se nos presentó al que iba a ser nuestro camarada Jefe:

El Comandante Zukov

Y a la persona que iba a convertirse, desde ese momento en adelante, en la razón de mi indigante existencia, nuestra camarada la Supervisora Jefa en las instalaciones científicas:

Irina Kirilenko

cuya visión supuso para mí una revelación pues, caí fulminado ante su rotunda y poderosa belleza de primigenia walkyria.