martes, febrero 12

El espía que vino del frío (pero qué frío, ¡Burrrrg!)

Estábamos durmiendo, plácidamente, Ana Anavovich y yo, tras de probar nuestro nuevo experimento culinario llamado "Acorazado Potemkin", una suave mezcla de un 1% de soufleé y vodka al 99%, cuando oímos el que, tal vez sea, el más placentero sonido que un soviético pueda oír en su vida: las delicadas botas de un agente del KGB tirando tu puerta abajo para, Lenin sabe qué, llevarte a unas insospechadas vacaciones permanentes en alguna remota zona del Círculo Polar Ártico que, de otro modo, no tendrías posibilidad alguna de conocer.

Con las prisas propias del que tiene invitados por sorpresa en su casa y no quiere que vean el desorden, apenas, sí tuve tiempo de tragarme los 42 cuadernillos, en los que, puntualmente registraba mis opiniones sobre el destino último de nuestra patria con el, nada ofensivo título por mi parte, de "La madre que parió a la Noble Madre Patria Rusa o Stalin, zoquete, aféitate el bigote".

Con todo, lo más difícil no fue esconder dicha operación a los agentes, en lo que, modestamente, creo que fue un récord de velocidad por mi parte, sino tragrarme las anillas de los 42 cuadernillos (¡Ay, cuántas veces le habré dicho a Ana Anavovich que me comprara cuadernillos sin anillas, sin anillas).




Sin darnos explicación alguna de por qué éramos tan afortunados de haber sido elegidos, en aquella mañana del 1 de Octubre de 1950, para acompañar a tan gentiles hombres golpeándonos, tan certeramente, con la culata de sus rifles de asalto en la boca y las costillas nos pusimos en marcha. Y si he de decir la verdad, aquellos desvelos de los guardias en golpearnos constantemente, hicieron que pronto entráramos en calor, detalle de agradecer, máxime teniendo en cuenta que nos vimos invitados a recorrer los cientos de kilómetros que nos separaban de nuestro destino final a pie, bajo la nieve, con temperaturas de hasta 50º bajo cero y protegidos, únicamente, con nuestra camisola de dormir.

No obstante, el viaje se fue haciendo más placentero a medida que la congelación se iba extendiendo, rápidamente, por nuestros cuerpos. Y, a pesar de las, inquisidoras, miradas de Ana Anavovich, decidí pasar por alto las jocosas insinuaciones de nuestros valientes soldados sobre el cuerpo de mi hermana. Al fin y al cabo, dichos comentarios, sólo, demuestran la virilidad de nuestros aguerridos muchachos.




Después de varias semanas de viaje en las que, de no haber sido por los soldados que nos obligaron incluso a arrastrarnos por el fango cuando lo único que hubieramos deseado Ana Anavovich y yo, hubiera sido tirarnos al suelo y dejarnos morir, llegamos, insospechádamente, no a un Gulag en el Círculo Polar Ártico, sino a la región de los Urales que habría de convertirse, desde ese momento en adelante, en nuestro hogar.

lunes, febrero 4

Urga, el territorio del amor

Antes de pasar a narrar los inverosímiles acontecimientos en que nos vimos involucrados y que nos llevaron a convertirnos en expertos químicos nucleares, permítanme que me presente a ustedes. Mi nombre es Ivan Ivanovich Khatiuvska, y el de mi hermana, Ana Anavovich Khatiuvska.







Los dos nacimos el 3 de Abril de 1922, en Urga, el territorio del amor, como gustaba de llamarlo mi madre, ya que ambos, gemelos con apenas dos segundos de diferencia, nacimos en dicha región cuando mi madre se fugó con, el que creyó era, el amor de su vida y tras haber meditado el asunto sin precipitación alguna durante, al menos, unos 20 segundos; los que se tarda en quitarse el kartuz y las botas.



Mi padre, al cual nunca conocimos y al que, dicho sea sin rencor, le esperamos todas las calamidades y sufrimientos de este mundo por abandonarnos a nuestra suerte, formaba parte de un circo itinerante. Nuestra madre nos lo describe como un fornido cosaco que gracias a su frondosa mata de vello extendida por todo su cuerpo, se había convertido en la atracción principal de un número con osos negros, en los que él hacía de macho dominante. Sus rugidos, por lo visto, eran capaces de helarte la sangre, pericia, dicho sea sin la menor intención de desdén por mi parte, no muy difícil de conseguir en aquellas tierras, acostumbradas a alcanzar los 40º bajo cero.



Abandonados a nuestra suerte, nuestra madre nos crió del mejor modo que consideró oportuno. Así, nos daba bolas de nieve con piedras dentro como único alimento porque creía, no sin cierta razón, que eso nos endurecería el carácter, al mismo tiempo que reforzaría el esmalte de nuestros dientes. Tal vez, ésa sea la causa de nuestros constantes dolores de muelas y de nuestra gingivitis crónica. En suma, no puede decirse que ninguno de los dos tenga una bella sonrisa. Ana Anavovich trata de suplirlo con la extraña belleza de sus ojos estrábicos, y yo hago lo propio, mostrando el especial color ocre de mis manos, fruto de constantes y prolongados periodos de congelación.





No obstante, el suceso más terrible de nuestra infancia ocurrió cuando nuestra madre, en una de nuestras frecuentes visitas al campo para robar comida, directamente, de los cepos de los cazadores, creyó reconocer a nuestro padre al frente de una manada de osos y se internó en el bosque tras de ellos para nunca jamás regresar. ¡Qué mujer más cabal nos tocó por madre! ¡Siempre pensando en el bien de su progenie y jamás actuando impulsivamente!




Tras de este, infortunado, revés Ana Anavovich y yo (tras ser declarado no humano al 100% gracias a una buena mata de vello heredada de mi padre, y librándome, de este modo en años sucesivos, de alistarme al ejército) nos trasladamos a Minsk donde, aprovechando nuestros conocimientos culinarios nos establecimos como pasteleros, popularizando el que, nosotros dimos en llamar, "Nevadito on the rocks", a base de hielo cristalizado y trazas de piedras espolvoreadas.










Y llegados a este punto fue cuando los acontecimientos se precipitaron sobre nosotros y pasamos a formar parte, sin pretenderlo en modo alguno, de la Historia de nuestra amada Madre Patria, la U.R.S.S.